jueves, 28 de junio de 2012

Mi Abuela y Paul (una historia al estilo Buñuel)

Mi abuela siempre había querido ver a Paul McCartney en vivo. Bueno, "siempre" es un decir. Ésa terminó siendo la versión modificada de su sueño original, que era ver a los cuatro Beatles juntos, pero había sido imposible que en su apogeo ellos se presentaran en algún lugar al sur de Estados Unidos. Peor aún, en esa época, en la que mi abuela aún era joven, viajar en avión era un lujo al que muy pocos podían acceder. Lo cierto es que el sueño terminó de manera lamentable cuando Mark David Chapman se encargó de impedir que se concretara.

De modo que cuando ella se enteró de que dentro de dos meses Paul se presentaba en Caracas, hizo planes con una amiga suya para ir a verlo. Y así le pidió a su nieto favorito que fuera a comprar las entradas, pero como él no podía, me terminó mandando a mí. Las entradas las vendían en Larcomar, de manera que podía ir caminando.

A mediodía, mientras iba por la Alameda del Libertador, pasé por una librería, y a mí me fascinan las librerías (especialmente las bonaerenses), así que, como iba con tiempo, entré a ver qué novedades había. En realidad, no hubo mucho que me llamara la atención -sólo un libro delgadito sobre las obras de Sócrates pero que costaba como si fuera la undécima edición de la Enciclopedia Británica, siempre he pensado que las librerías cobran un poco más de lo que estoy dispuesto a pagar, pero esa vez exageraron- de modo que salí más bien rápido. Pero a pesar de eso, ya había anochecido. Más aún, debo haber salido por otra puerta, ya que no di a la Alameda, sino a una calle estrecha y poco transitada.

Regresé a la librería, pero ahora era un bar. Lo crucé para salir por la puerta opuesta a donde estaba, pero tampoco reconocí la calle. Regresé al local, pero ahora estaba en un cine. Y, bueno, ya que estaba ahí, me puse a ver la película. No estaba mal, aunque no recuerdo de qué se trataba, pero de repente mientras transcurría la película los actores iban siendo reemplazados por dibujos animados, y cada vez aparecían en pantalla más y más dibujos. De pronto me di cuenta de que no se trataba de cualquier dibujo, sino del mismo dibujo repetido hasta el cansancio.

Decidí abandonar la sala antes de que la película terminara. Pero, cuando salía, me crucé con la gente que esperaba entrar a la siguiente función y, mientras avanzaba en dirección contraria entre ellos, los escuchaba murmurar que yo era un tonto, que cómo podía salirme y dejar algo que tanta gente quería.

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