lunes, 4 de junio de 2012

La Llamada

Esa noche de invierno estaba echado en mi cama, matando el tiempo leyendo un periódico pasado. A pesar de que era sábado en la noche no tenía ganas de salir porque hacía frío y había nevado toda la tarde. De pronto me llega un mensaje de texto de J. al celular: “Come to see me now. I need you”.

J. vivía hace quince años en Canadá, primero en Calgary y luego en Toronto. En Calgary vivió con sus padres, quienes emigraron desde un pueblo llamado Cluj en el norte de Rumanía. Ella siempre me decía que extrañaba a sus amigos rumanos porque se fue de su país cuando aún estaba en la secundaria, en lo mejor de su adolescencia. Imagino que habría roto varios corazones porque era muy bonita. “Es que las chicas del norte de Rumanía somos más guapas que las de Bucarest”, siempre repetía con orgullo, casi patriótico, cuando alguien le hacía un comentario sobre su delicada silueta de bailarina o sus encantadores ojos verdes. Solamente no le gustaba que la gente siempre tuviera que mencionar a la famosa gimnasta Nadia Comaneci cuando decía que era rumana. Luego de terminar la secundaria en Calgary con buenas notas, J. decidió enrumbar a Toronto para iniciar sus estudios de contabilidad en la universidad. “Es que igual quería largarme de la vida aburrida y de mentalidad provinciana de Calgary, no la toleraba para nada”, me confesó alguna vez mientras comía un lomo saltado que le había preparado.

El mensaje de texto me mantuvo en vilo por varios minutos. ¿Sería que J. finalmente se fijaba en mi como hombre, luego de tantos esfuerzos para conquistarla? ¿Sería que deseaba una noche de pasión desenfrenada? En realidad nunca tuve los huevos para decirle que estaba templado de ella, que me gustaba un culo. Decidí que me la jugaría con toda mi artillería esa noche: arrancarle un gran beso apenas cruzara la puerta de su departamento y confesarle que era la mujer de mi vida.

Alucinando con el próximo encuentro, me metí al baño para afeitarme y ducharme pues no tuve tiempo de hacerlo en la mañana. Me puse esa camisa azul a cuadros que le gustaba a J. (bueno, al menos una vez dijo que se me veía más delgado con ella cuando fuimos a comer pizza por el barrio portugués). “¿Le gustará vivir en Lima?” pensaba en voz alta mientras subía el cierre de mi pantalón.

Me vinieron los nervios y decidí tomarme un vaso de pisco para envalentonarme y verme relajado. El beso que le estampara a J. tenía que ser de película. Tomé otro vaso y juré que esa noche ella sucumbiría a mis encantos, a esa mirada matadora que tantas veces había practicado frente al espejo del baño. Al terminar el tercer vaso ya me sentía Superman pero también un poco mareado. Decidí recostarme un momento en mi cama para despejarme. “Cinco minutitos nomás”, me dije confiado. Sin embargo, el destino tuvo otro desenlace para mi esa noche. Como borracho después de una fiesta patronal, mi cuerpo quedó inerte de extremo cansancio, sin poder levantarme hasta el día siguiente.

Momentos más tarde J. ingresaba en estado de coma a la sala de emergencia del hospital. Me había enviado el mensaje porque no se había sentido bien todo el día y quería que la acompañara al hospital para un chequeo. En el quirófano, su débil corazón no pudo resistir las cinco horas de estrés. “Fue un repentino y fulminante infarto masivo”, sentenciaron los doctores en el informe médico.
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Ahora visito Rumanía por primera vez, aprovechando unas vacaciones que me regalaron mis hijos. Arrastrando mi bastón, logro llegar a duras penas al centro del pueblo para cumplir con una inocente promesa de juventud. J. tenía razón: las chicas del norte son las más bonitas del país.

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