martes, 10 de septiembre de 2019

Tiro por la culata

Albertito tenía un método simple pero infalible para tasar si una flaca era una pendeja o una mujer hecha y derecha: invitarla a tomar un café para conversar largo y tendido.

Porque en lo que transcurre tomarse un americano o un cappuccino, uno puede enterarse de la vida de una persona que no conoce o que no ha visto en años. Fue de este modo que, casi sin quererlo, Albertito se enteró de que Fulanita había engañado a su esposo con el joven y atlético profesor de spinning, y de que Sutanita había sufrido los constantes maltratos físicos y psicológicos de su sádico conviviente, quien la aterrorizaba a punta de pistola y puñetes en todo el cuerpo. Aunque la historia más intrigante fue la de Menganita: luego de veinte años de matrimonio, el esposo la abandonó por una mujer más joven y con harto billete, heredera de unas de las fortunas más grandes del país.

Cuando Albertito tenía más curiosidad por seguir escarbando en el pasado, le sugería a su pareja de turno que ordene un affogato. Hipnotizada por ver una bola de helado de vainilla flotar en una taza de café, la víctima siempre soltaba toda la información que Albertito quería escuchar. Para él era como descubrir las piezas faltantes que le permitirían armar el rompecabezas.

Con el tiempo, las mujeres que Albertito llegó a aborrecer eran las que confesaban que engañaron a su marido. Era despiadado con sus apreciaciones cuando revelaban ese detalle, generalmente por un descuido en la conversación. Por otro lado, se percató de que otras mujeres eran abusadas por sus parejas, llegando a sentir lástima por algunas de ellas que tenían la autoestima en el piso. En este último caso, Albertito bajaba la guardia y les ofrecía consejos para que denuncien al agresor.

Sin embargo, el método de Albertito sí tuvo una falla porque no pudo detectar a un despampanante transexual que conoció una soleada tarde de abril. Perdió la cabeza completamente, enamorándose como un adolescente. A los meses se casaron y formaron una encantadora familia.

Actualmente, Albertito sigue ahorrando para que su amorcito pueda amputarse el miembro.

jueves, 8 de agosto de 2019

La chica de hoyuelos y sonrisa misteriosa

Reconozco que cuando conocí a Lucía por primera vez, en una reunión de trabajo, me pareció demasiado seria y formal. Bueno, medio cuadriculada para ser honesto. Lo gracioso es que ella pensó lo mismo de mí, según me confesó tiempo después.

Con el transcurso de las semanas, luego de nuestro breve encuentro de índole laboral, comencé a conocer mejor a la dulce Lucía, la chica de hoyuelos y sonrisa misteriosa. Al menos esa fue la chapa que le puse en mi cabeza porque nunca me atreví a decírselo. Nos conectamos por Facebook y, luego de pasar seguramente por el ritual de revisar con detenimiento mi perfil y fotos, Lucía se fue sintiendo más cómoda con nuestras conversaciones, las que iban revelando más detalles sobre nuestras respectivas vidas. Uno de esos detalles, y que me impresionó sobremanera, es que había tenido un novio que le llevaba casi quince años de diferencia. Habiendo salido de una relación sentimental similar –Lucía tenía más o menos la misma edad que mi ex—dicha información me pareció particularmente llamativa. Quería averiguar más sobre ella de todas maneras.

Además de sus opiniones sobre la economía internacional y anécdotas sobre sus viajes al Asia, su mirada me expresaba ternura, suspicacia y un aura de misterio, que constituye, en mi modesta opinión, un requisito fundamental para generar el interés necesario para conocer a profundidad a una persona, ya sea por romance o amistad. Como trabajábamos muy cerca, me puse como meta invitarla a almorzar cada semana para ir averiguando sobre ella, con la esperanza de que me fuera revelando gradualmente todos sus secretos.

Mi esfuerzo por conocerla se vio interrumpido de un porrazo. En uno de nuestros almuerzos en un restaurante de monjitas, Lucía me confesó que no le atraían los hombres con sobrepeso y que me veía sólo como un amigo, casi un hermano. “Te prometo que bajaré de peso”, llegué a decirle con una voz que revelaba algo de desesperación. De nada sirvieron mis ruegos patéticos porque nunca más vi a Lucía (parece que tampoco le gustaban los hombres pusilánimes).

Así supe que los gorditos como yo que amamos la comida, y que tenemos debilidad por chicas de hoyuelos y sonrisas misteriosas, somos discriminados en este mundo sin alma ni corazón.