domingo, 15 de julio de 2012

Las Solteronas

Dicen que las solteronas tienen una vida más misteriosa que las casadas. No sé si en la práctica esta afirmación tenga alguna validez pero lo que sí es cierto es el relato que me narró la siempre disparatada Lucrecia en la fiesta de cumpleaños de ayer. Ella, una solterona empedernida, solía acudir a un club de lectura de novelas de misterio junto a otras solteronas de la ciudad. Ahí comenzó todo.

Manhattan puede ser un lugar excitante para la gente soltera pero ello sólo aplica si uno es joven, atractivo, profesional y con dinero. El grupo de amigas de Lucrecia no podía estar más alejado de esa realidad. Resignadas hace años a su suerte, se reunían cada viernes a las seis de la tarde para leer entre ellas y compartir una taza de té (a veces dos si se sentían divertidas) y pastelitos de merengue y frutas que compraban religiosamente en el Café Lalo, lugar de una de las escenas de su película de romance favorita, “You’ve Got Mail” con Tom Hanks y Meg Ryan.

Una semana de otoño, el grupo acordó leer una nueva novela sobre un crimen sin resolver cometido precisamente en su vecindario del Upper West Side. Incluso las víctimas de la historia, todas mujeres en sus cuarentas, solían ir a caminar por las inmediaciones del Central Park, siempre entre las calles 79 y 86. Al parecer, el asesino acechaba a sus víctimas por varios días, las estudiaba siguiendo su rutina al milímetro, tomándoles fotos desde los edificios aledaños y hasta acercándose a ellas en las tiendas para oler su perfume antes de asesinarlas ese mismo día.

Lucrecia y sus amigas parecían disfrutar al máximo cada detalle de los horrendos crímenes cometidos por el anónimo asesino del Upper West Side. Tan fascinadas estaban por la macabra historia que las reuniones del grupo se prolongaron por nueve semanas. La asistencia fue siempre perfecta hasta que Anastasia, tal vez la más afanosa y puntual de las participantes del club, dejó súbitamente de aparecer en las reuniones. Preocupadas por su paradero, las demás solteronas decidieron llamar a la policía para alertar sobre la desaparición de su compañera. “No era posible culminar la novela sin ella, no sería justo”, me dijo Lucrecia mientras comía muy animadamente un sánguche de pollo en la fiesta.

Luego de cuatro días de búsqueda, incluyendo el uso de perros sabuesos y agentes especializados del FBI, la policía de Nueva York encontró el cuerpo sin vida de la desdichada Anastasia. Flotando en una de  las orillas del río Hudson que daba a Nueva Jersey, con las manos y pies amarrados con un alambre rojo, no quedaba mucha duda de que un sicópata la había ultrajado salvajemente antes de arrojarla sin misericordia desde el puente George Washington.

La muerte de su fiel compañera generó una pena existencial en el club. Las mujeres nunca más se volvieron a reunir para leer y eventualmente perdieron contacto entre ellas por temor a salir de sus departamentos, ahora protegidos con más alarmas, cámaras de video y candados que antes. La policía jamás logró identificar con exactitud ni atrapar al asesino. Las solteronas del fenecido grupo de lectura no pueden ahora dormir en las noches. Yo tampoco, nunca debí escoger el color rojo.

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