lunes, 16 de julio de 2012

El Vago

No hay forma de entretenimiento más sana, refrescante y barata que sentarse en una banca pública de un parque en pleno verano. Y mucho mejor si se encuentra a la sombra de un frondoso árbol en un día soleado y caluroso como éste, luego de una larga caminata.

Y desde mi banca en este hermoso parque de la ciudad logro divisar, casi en el otro extremo donde juegan los niños, a un anciano de barba canosa, vistiendo saco y pantalones gruesos, desparramado, durmiendo plácidamente en una banca de madera verde similar a la mía. Protegido por la sombra de un árbol y arrullado por los cantos de los pájaros, el anciano parece estar desconectado del mundo de miseria y destitución moral y material que debe soportar cada día. Los niños a su alrededor saltan, gritan y juegan despreocupados con sus patinetas y bicicletas con rueditas a los costados pero ello parece no perturbar al indigente. La expresión de tranquilidad en su rostro, como si fuera un bebé en los brazos de su madre o un monje budista en plena meditación, me genera incluso cierta envidia.

Los vagos del mundo entero tienen algo en común: su despreocupación total por el medio que los rodea. Ni el calor extremo ni el frio más inclemente los perturba. Y ni qué decir de la indiferencia por las miradas de desaprobación de los extraños que transitan a su costado mientras duermen desparrramados en las aceras de la calle, junto a su infaltable tarrito de monedas o su cartelito de ruego. Es cierto que muchos de estos vaguitos sufren de alteraciones mentales, problemas de alcoholismo y drogas o abandono de familiares y amigos. A veces todo junto. Y con la prolongada crisis económica en el mundo desarrollado, no me sorprendería que algunos hayan caído en desgracia por haber perdido su trabajo y todas sus preciadas posesiones materiales. Lo miro de reojo y me pregunto: ¿acabaré alguna vez como ese anciano? Uno nunca lo sabe, nadie tiene el destino asegurado.

Una sonora colisión de bicicletas entre dos traviesos niños genera un breve caos en el parque. El estruendoso ruido de los metales, cadenas y cascos de los ciclistas despierta del profundo sueño al anciano. Percatándose de los niños y los padres a su alrededor, se levanta raudamente, corre hasta un moderno auto descapotado estacionado en la calle, salta ágilmente hasta el asiento del piloto, enciende el contacto con el manojo de llaves que saca de su pantalón gris y emprende su partida hacia la avenida principal, quemando el asfalto con las llantas traseras. Así, en un repentino ataque de razón y cordura, y quizá también avergonzado por esos largos años perdidos en el abandono, el vago decidió no serlo nunca más.

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