miércoles, 15 de agosto de 2012

¿Valió la Pena?

—¿Dónde está el biberón?— me pregunta ofuscada mi esposa Elena, con su ceño fruncido, los labios apretados y los ojos saltones. Desde el nacimiento de Rafaelito, ella se ha convertido en una especie de malabarista, sosteniendo a nuestro bebé en sus robustos brazos y a la vez prepararando la papilla de verduras o hablando con mi suegra por télefono o el chat del Skype. Elena es una excelente madre, no hay duda al respecto, siempre dedicada y esforzada al máximo por nuestro niño. Sin embargo, hace tiempo no la veo sonreir o coquetearme como cuando éramos enamorados. Es como si ahora fuera una mujer diferente, una usurpadora de la risueña esposa que tuve hasta hace unos meses.

Dicen que traer un niño al mundo te cambia la vida. Suponía que te la cambiaría para mejor pero luego de ser testigo del caos en el que se ha convertido mi vida y mi hogar tengo serias dudas al respecto. Lo peor de criar a un bebé es tener que levantarse en las madrugadas para atenderlo, casi siempre con los ojos legañosos. Y ni qué decir de la vida sexual de la pareja, otrora fuente de felicidad y noches calentonas. Ahora uno está tan agotado por el bebé que ni energía existe para un mañanero de fin de semana. Cambiar los pañales, una actividad tantas veces señalada como la más difícil para los nuevos padres, es en realidad una de las más fáciles. Salvo que el bebé tenga una diarrea endemoniada, las innovaciones de los pañales en los últimos años aseguran una experiencia que hasta se podría calificar de placentera.

A veces, en el medio de la madrugada, cuando cargo a Rafaelito y lo arrullo para que vuelva a dormir, me pregunto si realmente valió la pena ser padre. De pronto, mientras pienso en mi pregunta, noto que mi hijito se ha quedado profundamente dormido. Su pequeña cabeza, del tamaño exacto de una toronja, se apoya sobre el babero que tengo en mi hombro izquierdo. Con el mismo sigilo de un ladrón de finos diamantes, retrocedo hasta mi cama y acuesto a Rafaelito entre el cuerpo de Elena y el mío. Antes de caerme dormido, extenuado de cansancio en realidad, vuelvo a preguntarme si valió la pena ser padre, haber abandonado mi vida de soltero empedernido, las amiguitas con beneficios, las interminables noches de juerga con los amigotes, dormir los domingos hasta el mediodía. No lo sé. Sólo sé que ahora mismo me estoy cayendo dormido, inevitablemente.

Mi hijo vuelve a despertarse, el sinvergüenza quiere que lo siga cargando. Dejé de ser el engreído de la casa, hay un nuevo rey déspota en el trono. Jamás sabré la respuesta. Es que no hay tiempo para preguntas ridículas cuando eres padre.

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