¿Cómo había llegado yo ahí? Difícil precisarlo, pero fue una combinación de frío, cansancio y escasez de alternativas. Después de todo, se trataba solamente de pasar la noche y salir temprano rumbo al aeropuerto. Así que estaba lavándome los dientes en el baño de aquel alicaído hotel sin estrellas cuando de pronto vi a aquella inusual pareja. ¿De dónde habían salido? ¿Estaban ahí desde que yo entré? Me quedé pensando en eso, mientras los veía, no podía separar mi vista de ellos. Lo cierto es que, en medio de la pared de adobe revestida de yeso que estaba frente a mí y que en su momento debió haber sido blanca, una pareja de gusanos -larvas de polilla o de termita, el problema es que no sé distinguirlas- subía, bajaba e iba hacia los lados. El que iba adelante viraba desesperadamente y el (o la) que iba atrás no despegaba su cabeza de la cola del líder. A donde fuera lo seguía, aunque varias veces pasaron por el mismo lugar. Y ni aún así el seguidor se despegaba, si se hubiese tratado de una pareja humana habrían discutido terriblemente, pero en este caso no, estoica y fielmente el segundo gusano se mantenía pegado al primero a pesar de que había perdido el camino. Por alguna razón, no quise aplastarlos, me inspiraron algo parecido a la ternura. Finalmente, encontraron su objetivo: un diminuto agujerito en la pared del que deduje que habían salido. Entraron y desaparecieron. Me quedé evaluando la pared... ¿Cuántas parejitas (o familias) más ocultarían aquellas paredes con interiores de madera? No quise ni pensarlo. Dormí sin cambiarme de ropa y sentado en la silla plástica que había en la habitación. Al amanecer, me fui más temprano de lo que había previsto.
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