Dos ancianos, uno
griego y el otro inglés, conversan plácidamente a la sombra de un frondoso roble
rojo en el jardín de la casa del primero. Mientras que el griego se vanagloria
del origen helénico de cientos de palabras que son utilizadas en la actualidad
en el mundo entero, el inglés recuenta con típico desdén anglosajón la variedad
de inventos mecánicos de la era industrial británica. El griego, intimidado por
el soberbio aleccionamiento del inglés, solamente atina a golpear con furia la mesita
del jardín, derramando la botella de ouzo
que ambos compartían con tanto agrado minutos antes. “Lárgate de mi casa,
inglés de mierda”, grita con una cólera nunca antes vista el canoso griego, como
si la hubiera tenido contenida por años. Tras escuchar el insulto, el inglés se
levanta educadamente de la silla, la vuelve a acomodar con cuidado debajo de la
mesa, tal como hacía siempre, y se va de la casa para nunca más volver. Una amistad de cuarenta y dos años llegaba a su fin.
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