Lo más trágico de
quedarse súbitamente sin dinero es no poder mantener el mismo estilo de vida de
tus viejos amigos: el club de golf, el yate cada verano y los viajes de compras
a Europa. Las amiguitas te abandonan como apestado al saber que ya no las
puedes invitar a comer a finos restaurantes. Y ni se diga de los prestamistas,
contadores, proveedores y abogados, quienes te persiguen como perros sabuesos
para cobrar las facturas impagas de varios meses atrás.
Es una retirada
estratégica, y tal vez definitiva, lo que mi nueva realidad requiere. Quizá
escaparme a Francia como el encantador Beau Brummell o, para ser más realistas,
fugarme como el asaltante peruano D’jango del penal de Lurigancho. Por cierto,
leí que mi compatriota es ahora un honesto vendedor de biblias en Lima.
Lo que más me duele de
esta situación es tener que abandonar a mis mujeres. Ellas no se lo merecen,
les romperá el corazón no verme en la mañana. Adiós ciudad de desencantos y
miserias, espero que no nos volvamos a cruzar en el camino.
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