Una mujer loca vagando
por la concurrida esquina de Bloor y Yonge, a la entrada del subterráneo de
Toronto. Parece salida de un cuento de Dickens, empujando un cochecito lleno de
cachivaches y vestida enteramente de negro, con un pañuelo del mismo color
amarrado en su canoso y descuidado pelo. Con sus desaforados gritos asusta a
los distraidos transeúntes que pasean indiferentes en esta placentera tarde de
primavera en la ciudad.
Un grupo de niñas
usando coloridos vestidos, de piernitas translúcidas, mejillas rosadas y
pequitas, se asusta al escuchar los gruñidos de la desencajada mujer, ahora
recostada en una pared, disfrutando un cigarrillo que encontró tirado en el
piso. Como los demás transeúntes, la anciana también parece agradecer la
llegada del sol. Verla gritando a diestra y siniestra, como un animal
enjaulado, rompe por unos segundos la monotonía de mi día. Siempre le estaré
agradecido a la loquita.
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