Hay dos defectos que no
tolero en una mujer: su falta de prolijidad y su excesiva vanidad. Sin embargo,
luego de ver comer a mi amiga M. tuve que agregar a mi lista la falta de
modales en la mesa.
Es que cuando M. se
lleva el tenedor a la boca apoya ambos codos sobre la mesa, encorva la espalda como
buitre y se aferra a su plato de comida como un obrero de construcción desmuelado
y hambriento. Sus ancianos padres, por el contrario, muestran un particular refinamiento
en sus modales y en general una apaciguada dulzura. Fue en la realización de las
diferencias entre padres e hija que comprendí el porqué de la desgraciada y
forzada soltería de M., sus desquiciados garabatos sobre las servilletas, sus
llantos inexplicables, sus misteriosos cortes en los brazos.
La mirada apenada de
sus padres, como intuyendo que ya me había percatado de un horrendo e íntimo detalle
de la familia, confirmó mis peores sospechas. Bajando la mirada, haciéndome el
tonto, sólo atiné a terminar mi sopa en silencio. Mis locas ideas de casarme y tener
familia con M. se desvanecieron por completo esa tarde.
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