Los efectos del coronavirus habían sido devastadores entre la población de San Filomeno, el pueblo donde Julián nació y vivió hasta la adolescencia, antes de que partiera a buscarse la suerte en el extranjero.
La mayor pérdida que tuvo que afrontar fue la muerte de su tío Alberto, quien lo quiso, alimentó y educó como si fuera su propio padre [sus verdaderos padres biológicos murieron en un accidente de tránsito, a manos de un chofer borracho que se quedó dormido en el bus interprovincial].
Solo y triste en este mundo de máscaras, cuarentenas y seres contagiados, Julián tomó una medida drástica: volver a escribir sus nanorelatos para sacar los demonios que tenía escondidos.
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