—¿Dónde está el
biberón?— me pregunta ofuscada mi esposa Elena, con su ceño fruncido, los
labios apretados y los ojos saltones. Desde el nacimiento de Rafaelito, ella se
ha convertido en una especie de malabarista, sosteniendo a nuestro bebé en sus
robustos brazos y a la vez prepararando la papilla de verduras o hablando con
mi suegra por télefono o el chat del Skype. Elena es una excelente madre, no
hay duda al respecto, siempre dedicada y esforzada al máximo por nuestro niño.
Sin embargo, hace tiempo no la veo sonreir o coquetearme como cuando éramos enamorados.
Es como si ahora fuera una mujer diferente, una usurpadora de la risueña esposa
que tuve hasta hace unos meses.
Dicen que traer un niño
al mundo te cambia la vida. Suponía que te la cambiaría para mejor pero luego
de ser testigo del caos en el que se ha convertido mi vida y mi hogar tengo serias
dudas al respecto. Lo peor de criar a un bebé es tener que levantarse en las
madrugadas para atenderlo, casi siempre con los ojos legañosos. Y ni qué decir
de la vida sexual de la pareja, otrora fuente de felicidad y noches calentonas.
Ahora uno está tan agotado por el bebé que ni energía existe para un mañanero
de fin de semana. Cambiar los pañales, una actividad tantas veces señalada como
la más difícil para los nuevos padres, es en realidad una de las más fáciles.
Salvo que el bebé tenga una diarrea endemoniada, las innovaciones de los pañales
en los últimos años aseguran una experiencia que hasta se podría calificar de
placentera.
A veces, en el medio de
la madrugada, cuando cargo a Rafaelito y lo arrullo para que vuelva a dormir,
me pregunto si realmente valió la pena ser padre. De pronto, mientras pienso en
mi pregunta, noto que mi hijito se ha quedado profundamente dormido. Su pequeña
cabeza, del tamaño exacto de una toronja, se apoya sobre el babero que tengo en
mi hombro izquierdo. Con el mismo sigilo de un ladrón de finos diamantes,
retrocedo hasta mi cama y acuesto a Rafaelito entre el cuerpo de Elena y el
mío. Antes de caerme dormido, extenuado de cansancio en realidad, vuelvo a
preguntarme si valió la pena ser padre, haber abandonado mi vida de soltero
empedernido, las amiguitas con beneficios, las interminables noches de juerga
con los amigotes, dormir los domingos hasta el mediodía. No lo sé. Sólo sé que ahora
mismo me estoy cayendo dormido, inevitablemente.
Mi hijo vuelve a
despertarse, el sinvergüenza quiere que lo siga cargando. Dejé de ser el engreído
de la casa, hay un nuevo rey déspota en el trono. Jamás sabré la respuesta. Es
que no hay tiempo para preguntas ridículas cuando eres padre.
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